domingo, 13 de junio de 2010

LA ESCLAVITUD AL REALISMO DE LAS COSAS

LA ESCAVITUD AL REALISMO DE LAS COSAS.

RECOPILACIÓN

Elegir es discernir. Discernir es comprender. Comprender es dominar las leyes que rigen las cosas. Aquellos que tienen la misión de transformar la realidad deben entonces enfrentarse a la necesidad de elegir para poder realizar sus aspiraciones. Pocos hechos demuestran acabadamente el debilitamiento de la voluntad y lucidez de los dirigentes de una nación, que su intento por lograr simultáneamente metas que son contradictorias entre sí.

Sería ciertamente mucho más grato, cómodo y fácil si por un arte milagroso todo lo que deseamos pudiera lograrse sin tener que pagar por ello ningún sacrificio.
Para desgracia o para ventura nuestra, la vida no tiene piedad de los sentimientos humanos y sus leyes no respetan los deseos de los hombres. El que quiere algo, debe estar dispuesto a pagar el esfuerzo requerido, esfuerzo que siempre implica renunciar a otra finalidad. Cuando así no sucede, es que el espíritu de los dirigentes no ha llegado a aquel grado de evolución que le permita distinguir tajantemente entre el mundo de la fantasía y el mundo de los hechos tal cual son. Este es un pecado tan grave para el que tiene a su cargo los difíciles trabajos del gobierno, que ningún Estado puede salir adelante con una dirección tan incompetente. Cuando se manejan realidades y se tienen en la cabeza abstracciones, el resultado no puede ser otro que la catástrofe. Si se ve claro la dolorosa alternativa que plantea toda elección, pero se actúa como si no se la viera, estamos en el terreno resbaladizo de la demagogia, cuya naturaleza esencial es negarse de antemano a un planteamiento realista de los problemas. Un pueblo cuyos gobernantes están entregados a la demagogia está hipotecando continuamente su futuro, vive del capital, y no de las rentas, destruye sistemáticamente los pilares espirituales y físicos que hacen a una sociedad sana y pujante. El desorden, la anarquía y el hundimiento de la nación son los frutos naturales de esta política propia de los tiempos decadentes.

Muy distinto es lo que ocurre en los tiempos de ascenso. La pasión por hacer, por transformar, por crear, por borrar rápidamente lo que hiere la vista y el alma es tan fuerte, que se buscan frenéticamente los obstáculos para vencerlos. Un respeto casi religioso por los hechos domina los espíritus, aflorando las decisiones que llevan consigo un pulso firme, una definida elección, una mente que sabe lo que quiere. Las épocas históricas de intensa creación han odiado y amado intensamente. Establecen preferencias y rechazos nítidos y repudian abiertamente todo tipo de eclecticismo. El sentimiento agudísimo de que el tiempo es escaso y la tarea a realizar inmensa, es tan violento y absorbente que las consideraciones mezquinas no pueden siquiera asomar su deprimente rostro.

Aparece un rasgo clave, que siempre emerge como cima eminente en la política llamada a tener resonancia histórica. Es la íntima esclavitud al realismo de las cosas. No interesa lo que se diga o lo que se profese, cuando llega el momento de la acción son las cosas al cual son las que mandan con su dureza implacable.

Los gobernantes pueden seguirlas o no, pueden respetarlas o pretender vanamente que se acomoden a sus designios. Si hace lo primero demuestra con los hechos su vocación de grandeza. Si no lo hace, demostrará igualmente que estará por debajo de las exigencias de la hora. El desprecio por toda ideología,. Cualquiera sea ella, es el faro brillante que ilumina el oscuro escenario donde se debaten las fuerzas que llevan al retroceso o al avance. Cuando se comprende realmente el inmenso poder que se desprende de aplicar remedios realistas a los conflictos históricos, no resulta sorprendente que cuando una nación ha logrado algo perdurable siempre ha tenido que apelar a soluciones drásticas que poco tienen que ver con el humanitarismo o la propaganda ideológica. El instinto de supervivencia, la voluntad de afirmación del propio ser, se aquilatan en las duras pruebas a las que el destino somete a una nación.-

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